domingo, 14 de febrero de 2010




Oda a la televisión

¿Qué sería la vida sin el televisor? Qué insoportable sería la existencia sin nuestra dosis de entretenimiento. Pobres seres primitivos aquellos humanos que habitaron antes de la era televisiva, pobres miserables que tuvieron que realizar ese terrible y doloroso esfuerzo de imaginar desde sí. El aburrimiento sería inevitable en las reuniones de ex–compañeros si no tuviéramos a Hi-Man, Maguiver y Los Magníficos. Las parejas tendrían que conversar en los restaurantes en lugar de ver “Cualquier mierda por un sueño que a nadie le importa en realidad”. Qué harían los padres si no pudieran decir “mijito no joda vaya vea tele al cuarto”, se verían compelidos a la épica tarea de criar a sus hijos, jugar con ellos y llevarlos a pasear. Desconoceríamos el humanismo de Eli Stone, Grey’s Anatomy y Desperate Housewives, careceríamos de esos momentos mágicos de enternecimiento cuando se humedecen los ojos al escuchar a Edgar Silva narrar un sueño, estaríamos ayunos de la moral aleccionadora con que cierran los episodios. Sin ese simulacro de humanismo televisivo que transforma al Che, la Madre Teresa y cualquier testimonio de revolución en mercancía, tendríamos el atrevimiento de soñar nosotros, de vivir nuestros sueños, de revolucionar nuestra vida.
El desamparo se apoderaría de los trabajadores si el llegar a casa después de ∞ horas de trabajo no fuera precedido por el ritual televisivo de relajamiento, no podrían más que mirar a su pareja y hablarle, tendrían que conversar después del cansancio de la jornada, se abriría la terrible posibilidad de que aparezca la insatisfacción y frustración acumuladas, sembraría de dudas terroristas la cotidianidad, despertaría el profundo deseo de mandar todo para la mierda, el añoro inconfesable del plomo en la sien.
No habría forma de proteger a los niños del peligro que conlleva vivir, no podrían sortear los riesgos que esperan fuera de la puerta, la inquietud infantil los llevaría a aventurarse en la selva urticaria de la vecindad, se hablarían como iguales siendo tan diferentes, se juntarían papudos y pauperros, aprenderían a querer en la calle entre güilas mala-junta, no conocerían las románticas historias de Betty la Fea, Lety la Fea y Ugly Betty, tendrían que hacer la imposible apuesta del amor, comerían jocotes sin lavar, leerían subidos en un árbol, amenazarían la propiedad privada de los vecinos para llevarle una rosa a esa güila hedionda, y el hijo de los hippies del barrio les abriría las puertas de la drogadicción con un puro para que luego vengan a robarse las joyas de la abuela. Sin duda sería catastrófico, sin tele los niños no tendrían alternativa: o se hacen delincuentes o los mata un delincuente.
Gracias al altísimo, la televisión nos previene de la herejía de leer y conocer nuestro pasado, pues así nos libramos de recordar esa oscura época pre-televisiva.

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